Marta Cediel García
Voces en pie
Antonella pisaba fuerte por las aceras de Nueva York. Nunca hubiera pensado que aquel veinticinco de marzo de mil novecientos once, apenas dos horas más tarde, su vida cambizaría radicalmente. Exultante, parecía querer comerse el mundo.

Había tenido que elegir entre desgastar sus ya estropeados botines o pagar quince centavos en un tranvía. Optó por caminar y disfrutar de la fusión de culturas de aquella ciudad llena de vida. Carruajes tirados por caballos, tranvías y coches con motor se mezclaban en un flujo de caótica convivencia. Bajo el suelo transitaba el metro y por encima de sus cabezas los trenes elevados. Los rascacielos parecían querer tocar el cielo. Las mujeres, muchas sin acompañante, lucían sombreros enormes, talle marcado y faldas acampanadas. Era un frenesí de actividad en el que ansiaba participar.

Volvía de la casa de Mary Dreier, en Brooklin Heights, la presidenta de la Liga de Sindicatos de Mujeres de Nueva York. La pasión con la que hablaba y su lenguaje, culto y directo, cautivaba a sus oyentes. También habló una joven morena, dulce pero temperamental. Era Clara Lemlich una judía ucraniana, famosa por sus numerosos altercados con la policía. Cerró su discurso con un antiguo juramento hebreo: “Así se pudra el brazo que alzo, si traiciono la causa a la que ahora me comprometo».

Aunque no dominaba aún el inglés, Antonella bebía aquellas palabras como un sediento en el desierto. Recordaron la marcha del 8 de marzo de mil ochocientos cincuenta y siete en la que miles de mujeres gritaban el lema «Pan y rosas». Escuchó que hacía dos años, casi veinte mil camiseras se habían levantado en masa en una huelga durante casi tres meses; exigían mejores condiciones laborales y el fin del trabajo infantil. Ahora sufría en sus carnes la esclavitud del trabajo por un mísero sueldo

Sonrió, a su pesar, cuando pensó en su madre. Esa mañana, cuando se levantaron, había insinuado que asistiría a una reunión de mujeres trabajadores y la mujer se escandalizó al pensar que sus hijas se pudieran meter en aquellos asuntos de hombres. La prohibición quedó clara, pero Antonella asistió y, aunque animó a su hermana para que la acompañase esta no quiso desobedecer a la «mamma» y se quedó en la fábrica de camisas. Quedaron en la puerta de la Triangle Shirtwais Conmpany a las cinco.

Solo un año antes había llegado con su familia desde el sur de Italia, de Cefalú, un pequeño pueblo en Sicilia. A su padre le ofrecieron protección los hombres de don Leo y el pobre hombre, amable y prudente, tiró de integridad y se negó ante la extorsión. A los pocos días apareció con un tiro entre en la frente.

La madre, destrozada de dolor, irguió la cabeza, se tragó lágrimas y miedo y malvendió sus propiedades, cogió a sus hijos y puso rumbo a América para no volver nunca. Ninguno miró atrás. Una nueva vida los esperaba al otro lado del océano. Luigi, el mayor, dejó novia y raíces, Antonella y María con la pena de la pérdida y la alegría del futuro y Paolo el pequeñín, con la mano enlazada a su madre, sin preguntas ni respuestas, rodeado de dolor, pero reconfortado con los suyos.

Después de una larga y penosa travesía en tercera clase, sin apenas luz y con raciones de comida que hacían retorcerse las tripas entre vómitos y hambre, avistaron la Estatua de la Libertad. Como el resto de pasajeros, todos levantaron alborozados sus manos, sombreros y pañuelos con la ilusión de haber llegado al país de las oportunidades, o eso creían ellos.

Después de una larga espera, con fardos y maletas a cuestas, los cinco fueron admitidos en Nueva York.  Habían acordado un precio desorbitado por dos habitaciones en el Lower Manhattan, la parte sur de la isla, donde en una especie de mini mundos hablaban su lengua nativa, consumían su dieta de origen y mantenían intactos los vínculos de su patria.

Eran pisos pequeños y compartidos por varias familias. Muchas calles eran de tierra y la falta de higiene era patente, con niños sucios y descalzos por cualquier rincón. La matriarca tiró de todos y empezó a dar órdenes. Sus manos encontraron pronto la escoba y el trapo y colocaron sus estampas de la Inmaculada, patrona de su pueblo. Se negó desde el primer día a salir a la calle, a aprender el nuevo idioma. Solo hablaba con sus paisanos de la calle Elizabeth, la mayoría sicilianos. Las chicas encontraron trabajo en una fábrica de camisas en la calle Green, en Manhattan y Luigi, el mayor, en una obra como albañil.

Caminaba distraída cuando la gente empezó a correr en su dirección hacía Brodway para bordear San Patricio y llegar al Edificio Asch, en Grenwich Village. Gritaban y miraban al cielo. Antonella descubrió entonces la inmensa humareda que salía unas calles más allá, por la zona de la fábrica. Con aprensión y quitándose los botines, con los pies enfundados en sus gruesas medias, echó a correr también para descubrir lo que ocurría. Carros de bomberos, tirados por caballos, pasaban veloces a su lado con su potente sirena, mientras se hacían hueco en el infernal tráfico neoyorquino.

Cuando llegó, sin aliento, casi una hora después, contempló el horror en estado puro. Las llamas lamían las tres últimas plantas del edifico, justo las de la fábrica de camisas… Había cadáveres alineados en la acera, unos, irreconocibles por las quemaduras, otros con signos de asfixia y algunos cubiertos de sangre por su elección desesperada al escapar por la ventana, sin que las débiles redes de los bomberos los pudieran retener. Eran las cinco menos diez de la tarde.

El gentío se agolpaba en las calles adyacentes, curiosos por ver trabajar a los bomberos, cuya escalera solo llegaba al sexto piso. El espectáculo era dantesco y los agentes luchaban por mantener el cordón policial. Los gritos de los familiares frente al edificio eran desgarradores. No sabían si sus hijas, hermanas o esposas estaban aún dentro, habían escapado de las llamas o eran parte del estático desfile mortuorio. Pronto se hizo evidente su origen: unas provenientes de Italia y las otras, judías del Este de Europa.

Antonella luchaba contra los policías al tratar de acercarse y encontrar a su hermana. Una mano la sujetó por el hombro; era su hermano mayor. No cesaba de decir que era culpa suya, que debería haber estado allí… El hermano no entendía nada, solo impedía que se adentrase entre bomberos y fuerzas policiales. Pronto descubrieron a la «mamma», desvanecida en el suelo y juntos, como en una pesadilla, observaron cómo los últimos cadáveres eran descendidos y las llamas extinguidas. A las ocho de la noche ya se habían recuperado sesenta cuerpos, trasladados en el carro de la muerte a una morgue temporal en la calle veintiséis. Entre todos, se distinguía claramente la blusa roja que había estrenado María el domingo para pasear por el Washintong Square Park.

Unas mujeres insultaban a los dueños; Habían sido las afortunadas que habían escapado en el ascensor o bajaron por la escalera de incendios, antes de que todo se desplomara. En la octava planta se había iniciado el fuego y los trabajadores de la novena y la décima no tuvieron escapatoria. Un reportero se acercó y les preguntó cómo había ocurrido todo. Los que estaban cerca bajaron la voz hasta que se oyeron, nítidas, las palabras de una de ellas:

―No sabemos cómo empezó todo, pero alguien gritó que había fuego en una papelera. Todas empezamos a gritar y a querer salir de esa ratonera. Nos amontonábamos al querer saltar el torno, que solo permitía la salida de una persona. Cuando algunas llegaron a la puerta se la encontraron cerrada con llave. Otras corrieron hacia la escalera de incendios, que tardó unos minutos en derrumbarse y arrastrar a muchas infelices. Algunas saltaban por las ventanas, aterrorizadas por el humo denso que producían las telas. Mientras, las llamas ganaban terreno. Las mangueras contra incendios no funcionaban―Hizo una pausa para tomar aliento y con una feroz expresión en la cara y temblando su barbilla al reprimir el llanto, miró a su alrededor y gritó: ―Y todo por seis miserables dólares a la semana. ―Casi en susurro continuó― Sólo hay una fila de máquinas a las que le da la luz del sol, la primera, junto a la ventana. Las demás chicas trabajan con luz de gas, tanto de día como de noche. Oh, sí… los talleres también abren por la noche. 

El silencio de los que la rodeaban era respetuoso y los familiares temblaban de ira, indignación y dolor. La chica prosiguió con su denuncia:

―Para los jefes, hombres educados, las chicas somos una parte más de las máquinas. Nos gritan, nos insultan. Cuando una chica estrena sombrero significa que ha estado semanas almorzando, por dos centavos, torta seca… y nada más. Pero hay algo más: cuando la ropa con la que trabajamos aparece dañada, aun después de cosida, nos descuentan toda la pieza, y a veces también el material. Y al principio de cada temporada baja, nos quitan dos dólares de cada paga… y no sabemos por qué.

Antonella sintió que algo resbalaba por su mano. Era una gota de sangre. Aflojó la presión de sus uñas sobre la piel e irguió su cuello por todas las que ya no lo harían.

Epílogo

El veinticinco de marzo de mil novecientos once murieron ciento veintitrés mujeres entre catorce y veintitrés años junto a diecisiete hombres. Fue un escándalo y a raíz del suceso se aprobaron treinta y seis nuevas leyes de control de incendios, de trabajo, seguridad, trabajo infantil y jornada laboral. Nació el Sindicato internacional Ladies Workers Unión.

La causa del incendio la originó una cerilla o un cigarro mal apagado en una papelera llena de recortes de tela que no se había vaciado en dos meses. Dos años antes un experto había avisado de los riesgos de los talleres y le ignoraron. En mil novecientos diez la empresa pasó correctamente una inspección rutinaria.

Los dueños, Isaac Morris y Max Blanck, meses después, fueron acusados de homicidio involuntario y declarados no culpables por un jurado. Pagaron como indemnización por cada vida perdida, setenta y cinco dólares.

El edificio sobrevivió al fuego y fue renovado. Más tarde, el filántropo Frederick Brown compró el edificio y lo donó a la universidad en mil novecientos veintinueve. El edificio es conocido ahora como el Brown Building.

En mil novecientos setenta y siete la Asamblea de las Naciones Unidas estableció el día ocho de marzo como el Día Internacional de la Mujer y la Paz Internacional.

Las fechas, ubicaciones y hechos narrados son reales. Los protagonistas son ficticios y han sido creados para contarnos lo que ocurrió aquella tarde.